Comentario
El equilibrio conseguido en todos los terrenos se vio profundamente afectado por la guerra que se inició en Cuba, en 1895, y que concluiría en 1898 con la derrota española frente a los Estados Unidos; el Desastre, como lo denominaron los contemporáneos y todavía lo llamamos hoy. En el terreno económico, sin embargo, el fin del Imperio -especialmente la pérdida de Cuba, la joya de los restos coloniales que España mantuvo durante el siglo XIX-, no supuso ningún desastre, sino más bien -como algunos habían vaticinado- un nuevo impulso en el desarrollo interior del país, fortalecido por la repatriación de capitales.
La experiencia de la guerra y el espectáculo de otra repatriación, la de los soldados heridos y mutilados en la campaña colonial -"recorriendo calles y plazas en penosa e inevitable exhibición del uniforme de rayadillo reducido a andrajos, con tétrica profusión de muletas, brazos en cabestrillo y parches en el demacrado rostro", escribió Fernández Almagro- estuvo en el origen de un nuevo fenómeno social de trascendencia: la impopularidad del Ejército entre las clases más desfavorecidas -las principales víctimas de la guerra-, por el agravio comparativo que suponía la redención a metálico.
Los políticos superaron con éxito las críticas a su gestión y, sobre todo, la principal amenaza implícita en la situación: un golpe de Estado protagonizado por generales belicistas, dispuestos a hacer la guerra a cualquier precio, en un primer momento, y descontentos, después, por la forma de liquidarla y firmar la paz. La mejor prueba del éxito es que Sagasta, presidente del gobierno en 1898, volvía a ser lo nuevamente en 1901. No obstante, el resentimiento de los oficiales del Ejército hacia los políticos, a quienes hacían responsables de su derrota y deshonor, habría de perdurar (recuérdese el comienzo de la película Raza, 1945, cuyo guión es del general Franco) con profundas consecuencias.
El partido conservador, en cuya jefatura Silvela había sustituido a Cánovas, trató de encauzar el impulso de regeneración -la palabra de moda que dominaba la opinión del país-. Llevó a cabo importantes reformas y logró neutralizar la oposición que surgió no tanto de las fuerzas políticas organizadas -republicanos, socialistas, carlistas- como de un nuevo movimiento social, en torno a organizaciones corporativas. Lo que no consiguió fue la integración del catalanismo político, que se organizó como partido -la Lliga Regionalista-, logrando sus primeros diputados a Cortes en 1901. El hecho no era nuevo -en 1895 se había fundado el Partido Nacionalista Vasco- pero es significativo del auge que, en un momento de crisis del nacionalismo español, comenzaban a adquirir los llamados nacionalismos periféricos.
Con todo, las repercusiones más importantes de la crisis, en aquellos mismos años, tuvieron lugar en el mundo de las ideas, con grandes efectos prácticos. La crítica del sistema político realizada por Joaquín Costa, principalmente -la tesis de oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España- convirtió lo que era un defecto del sistema (grave, sin duda, pero no exclusivo ni específico de España), y no el más importante (que era "la anemia de la sociedad civil, sin pulso", como escribió Francisco Silvela, en gran parte por la injerencia del poder ejecutivo), en una lacra intolerable por la que merecía ser condenado sin remisión. El término cacique -ha escrito Raymond Carr- es uno de esos pocos descubrimientos terminológicos que condenan a todo un régimen. Con independencia de la intención de Costa -cualquiera que ésta fuera- quedó así establecido un esquema interpretativo de toda una época de la historia de España, junto con un profundo recelo hacia el liberalismo y el sistema parlamentario, que habría de perdurar por generaciones. Pero no sólo la critica de los regeneracionistas fue importante; sus propuestas positivas -escuela, despensa, política hidráulica...: modernización, en una palabra, de acuerdo con el modelo europeo- compondrían el programa reformista, no revolucionario, de todo el siglo XX en España.
Otros intelectuales -palabra que también en este momento, en España igual que en Francia, adquiere el nuevo significado de compromiso social- encaminaron sus críticas hacia capas más profundas del presunto ser nacional y se plantearon el problema de España. Entre ellos merecen destacarse Ganivet y Unamuno.